jueves, 26 de junio de 2008

semos europeos

Veía yo el otro día uno de esos clásicos del cine cómico, Tiempos modernos de Charles Chaplin, y según avanzaba la película me daba cuenta de que la situación actual y la que retrataba el ‘film’ (ambientado en la época de la segunda revolución industrial) no han cambiado demasiado. Hoy, en lugar de enfrentarse a las pésimas condiciones laborales de las grandes cadenas de montaje para la producción a gran escala, el obrero se enfrenta a otro tipo de maquinarias: las computadoras. En lugar de estar esclavizado en una fábrica, en la actualidad el trabajador está encadenado al ordenador de su oficina (o a otro tipo de objetos según cual sea su trabajo). Cambian los actores, pero la situación es bien parecida.

En la película (que se la recomiendo encarecidamente a quien no la haya visto) se veía como los obreros entraban en avalancha, cual corderitos, a las fábricas, y esto me recordaba a esas escenas que se ven todas las mañanas en la madrileña estación de Atocha, cuando una marabunta humana intenta coger el tren para llegar a tiempo a su puesto de trabajo. Otra escena que aún hoy día resulta familiar es la de la búsqueda de una vivienda. ¿Cuántos miles y miles de euros costaría actualmente una choza medio derruida como la que encontraron Chaplin y su acompañante en la película? ¿A cuántos años estaría una hipoteca para esa ‘casita’?

¿Adónde quiero llegar con todo esto?, se preguntará el ávido lector. Pues que después de que el obrero pudiera gritar victoria (con la boca pequeña por supuesto) por las mínimas conquistas sociales de finales del siglo XIX. Después de tanto pedir, tanto luchar y tanto sufrir, y a pesar de la precariedad laboral que aún hoy día tienen que soportar los trabajadores, ahora llegan unos señores de la Unión Europea y dicen que hay que trabajar más. A esos señores (por llamarles de algún noble e inmerecido modo) les parece que 40 horas semanales es poco y que sería mejor ampliar la jornada laboral a 65 horas semanales. Eso sí, siempre con el acuerdo entre trabajador y empresario*.


(*) Escena ficticia entre un trabajador y un empresario para ampliar la jornada laboral del primero:

Empresario: ¡Gutiérrez! He pensado que le gustaría que le subiera el sueldo. Le propongo un aumento de un 0,000001 % a cambio de trabajar diez horas diarias en vez de ocho. Eso sí, los sábados no trabajaría nada más que siete horas, salvo que quiera hacer horas extras.

Trabajador: Le agradezco el ofrecimiento, Sr. Morales, pero tengo una niña pequeña y una mujer a las que quiero dedicar más tiempo. Así que lo lamento mucho, pero rechazo su oferta.

Empresario: No se preocupe Gutiérrez, ya encontraré a alguien que la acepte. Por cierto, mañana puede tomarse el día libre. De hecho, a partir de mañana podrá tener todo el tiempo que quiera para estar con su familia, porque está usted despedido.


Con todo lo aquí expuesto, quiero plantear una nueva encuesta estúpida y totalmente parcial a mis lectores para saber su opinión al respecto, aunque ni me importe ni la tenga en cuenta lo más mínimo.


Encuesta: ¿Qué te parece que la UE quiera ampliar la jornada laboral sin consultar con el obrero?



Nota: aprovecho la ocasión para daros las gracias a quienes se pasáis por este blog de cuando en cuando, porque demostráis vuestra paciencia ante mi falta de regularidad en la actualización de la página, y porque habéis conseguido que se superen las mil visitas (aunque los contadores de google sean de dudosa fiabilidad). Muchas gracias a tod@s.

sábado, 7 de junio de 2008

Las aventuras de Pepito Churrasco (Cap. 2)

Las estrambóticas y disparatadas aventuras de Pepito Churrasco

(Una historia demencial y surrealista, perpetrada por una mente demente)

Capítulo 2. Pepito Churrasco empieza a oler a fiambre

- Cariño, ¿qué te apetece comer hoy?

- No sé. Tal vez algo de verdura.

- ¿Y algo más?

- Me comería también un buen trozo de carne.

Pepito Churrasco había estado escuchando esta conversación que provenía de fuera del frigorífico. Eran dos seres de una apariencia y costumbres extrañas. Se les conocía comúnmente como seres humanos, pero Pepito dudaba de tal condición. “No puede ser humano quien trata de saciar sus instintos más primitivos devorando un pobre e indefenso trozo de carne”, decía él para sí mismo. Pero el caso es que se trataba del matrimonio que habitaba aquella casa, cuyos nombres vamos a omitir porque eran dos seres innombrables.

Todavía retumbaba en la cabeza de nuestro protagonista aquella frase que había cerrado la conversación de la pareja de bípedos: “me comería también un buen trozo de carne”, que apostillaron con unas risillas malévolas. Cada vez que la recordaba un sudor frío le recorría su ya de por sí humedecido cuerpo. Pasaría bastante tiempo hasta que el matrimonio volviera a invadir la cocina y perturbar de nuevo la tranquilidad de Pepito Churrasco. Para él, aquella sala que los humanos llamaban cocina era un lugar no demasiado agradable. Debido a su condición, y al final que le esperaba en aquella habitación, él prefería llamar a esa sala ‘el corredor de la muerte’. Del mismo modo, la nevera era para él una fría y oscura cárcel.

Instantes antes de que aquel matrimonio hubiera vuelto a poner sus inhumanos pies en la cocina, o ‘corredor de la muerte’, Pepito ya había echado una mirada detenida a todo su alrededor, fijándose en todos y cada uno de los habitantes de aquel frigorífico. Él se encontraba en el piso de abajo, y a su lado yacía el señor Besugo, un tipo muy educado aunque siempre estaba ‘de morros’. Un poco más allá se encontraba Doña Zanahoria, Don Tomate y Doña Lechuga, todos muy amigos, y a los que Pepito les tenía especial cariño. Pero de todos los allí presentes, con quien más amistad había entablado era con Pescadilla, una fresca y lozana muchacha, de clase media-baja, pero algo narcisista ya que siempre se estaba mordiendo la cola ella misma y rehusaba que lo hiciera cualquier otro. Por este motivo, Pepito nunca había buscado en ella nada más que amistad. Bueno, por eso y porque sus ojos estaban clavados única y exclusivamente en Lubina Good Fish, una muchachita mucho más fina y esbelta que Pescadilla, que pertenecía a la alta sociedad. Pero sin tiempo para pensar en temas amorosos, Pepito seguía recorriendo con la mirada todos los rincones del frigorífico: una familia de croquetitas por allí, la pandilla de guisantes un poco más allá, Don Jabugo, con su perenne donaire de solemnidad, por aquel rincón, el viejo señor Manchego y el señor Cabrales un poco más retirados, pero ningún rastro de carne fresca a la vista. Hacía días que los filetes y las hamburguesas habían desaparecido de allí, y el único producto cárnico fresco que quedaba en el frigorífico era Pepito Churrasco, algo que a él le hacía temer lo peor.

Sin más dilación, una mano larga, gruesa y atroz penetró en aquel frigorífico y Pepito la contempló recordando una y otra vez aquellas palabras: “me comería también un buen trozo de carne”. La susodicha extremidad se acercó lentamente a nuestro amigo, pero se desvió ligeramente hacia la derecha para coger de los pelos a Doña Zanahoria, junto con Don Tomate y Doña Lechuga, y algunas otras hortalizas con las que Pepito tenía menos trato. Atónito ante tal espectáculo, a aquel vivaracho solomillo le invadió a la vez una sensación de pena y de alegría. Pena porque se llevaban a sus amigos para siempre, pero alegría de saber que él no era el elegido para el festín en esa ocasión, ya que al marcharse la mano, había cerrado tras de sí la puerta de aquella ‘celda de castigo’.

Nuestro amigo se encontraba ya mucho más tranquilo, pero no descansaría completamente hasta unas horas más tarde, pues no descartaba que aquellos humanos realizaran una nueva visita al frigorífico. Sin embargo todavía no comprendía que a pesar de las palabras que había oído, “me comería también un buen trozo de carne”, él había salido ileso de aquella situación. “Es algo inexplicable”, se decía. Pero lo que el bueno de Pepito Churrasco ignoraba es que detrás de aquella frase que para él significaba una terrible amenaza, tan sólo se escondía una simple metáfora sexual.